miércoles, 10 de octubre de 2007

TRÍO DE ASES
A Puppet Master
Fue Augusto el que nos metió en esto. El nos dio cátedras al respecto, insistiendo en que era fácil y que podía hacerse en un rato. Habló como un especialista y ahora confiesa no haberlo hecho nunca. Ahora lo confiesa. Ahora que la salida está bloqueada, cada uno carga un arma y todo el dinero que logramos sacar, cabe en nuestros bolsillos.

Augusto, que es un tarado, dice que su botín se lo llevará en whisky, cigarros y chocolates para su negra. Pareciera no darse cuenta que estamos rodeados; que ni el whisky ni los cigarros ni estos putos billetes, podrán irse con nosotros a la maldita celda en la que nos recluirán.

Álvaro, a su vez, no tiene miedo y entiende perfectamente la situación. De pie, casi inmóvil junto a la puerta, pareciera estudiar la manera más eficaz de dispararle a cada uno de los uniformados que nos acecha desde la vereda. Él siempre dijo que para hacer esto, había que entrar a la ofensiva: un sólo disparo en el entrecejo ante cualquier movimiento sospechoso, que lo da el que saquea la caja, el otro atento a las puertas y el tercero espera afuera. Yo no pude dar el balazo, ese no debió ser mi puesto, yo debiera haber sido el de la puerta, Álvaro el del cañonazo en el encéfalo y Augusto debió quedarse en el auto, pero entró igual. Se excusaba en que no podría haberse perdido este asalto que nos iba a cambiar la vida. Y claro que lo hará, ahora veremos entre barrotes y nos alimentarán de sopas oscuras en pailas quemadas servidas en el suelo con un mendrugo de pan para untar.

Debí suponerlo. Augusto hablaba tan confiado y yo lo que más quería era creerle. Álvaro, por su parte, decía que con una 9mm él podía defendernos de una turba de hipopótamos, llegado el caso. A ratos creo que puede ser cierto. Lo veo tan ansioso, tan esperanzado en que lo obliguen a gatillar y tan dispuesto a hacerlo que, de verdad, creo que es cierto que, si nos ataca una turba de lo que sea, él sabrá defendernos.

Pero todo salió mal desde el principio.

Necesitábamos tres armas, que consiguió Álvaro entre sus amistades del barrio, las mejores, claro. Luego decidimos robar un auto. Fuimos a mi casa en busca de herramientas y al no saber elegirlas nos dimos cuenta que ninguno sabía hacer andar un auto sin llaves, lo que nos obligó a robar uno andando y en un semáforo escondido, le arrebatamos un auto viejo y pequeño a un anciano medio tieso y asustado. Al subirnos, Álvaro estaba de copiloto y Augusto y yo sentados atrás, mirándonos entre todos, buscando al que atinara. Ninguno sabía manejar, ninguno había tenido nunca un auto, el único que había conducido un par de veces era el tarado, porque su padre tuvo uno cuando él era adolescente, así que pasó adelante y en la primera acelerada, el auto se para antes de avanzar. Anduvimos así un largo rato, sin poder pasar segunda, recorrimos varios barrios aprendiendo a manejar, a estacionarse, a usar los espejos y recién pasado el medio día nos detuvimos para comprar cerveza y algo para masticar.

Ya estábamos listos: Augusto esperaría en el auto, Álvaro cuidaría desde la puerta y yo entraría directo a la caja a volarle los sesos a quien estuviese tras el mesón al más mínimo movimiento. ¿Todos conformes? Todos conformes.

Al volver al auto, nadie tenía las llaves. El único que debía tenerlas nos preguntaba a nosotros por ellas, las que colgaban tras el manubrio, brillando como el oro por un rayo de sol que iluminaba el polvo del aire. Puertas y ventanas muy bien cerradas y en la maleta, las tres armas ajenas, lo que nos exigía robarnos otra vez el mismo auto. Yo no sabía cómo abrirlo y tampoco teníamos herramientas para eso. Álvaro pateó la manilla un par de veces, no tengo claro con qué intención, luego el otro intentó con las llaves de su casa y fue igual o más estúpido que lo anterior. Finalmente pedí ayuda en el local en donde acabábamos de comprar y salió el caballero con un alambre abre-autos. El sí sabía hacerlo y estuvo listo apenas empezó.

Nos subimos y nos fuimos galopando los tres en el auto.


No teníamos claro cuál era nuestro objetivo, pero debía tener un sistema de seguridad altamente permeable, una salida de emergencia y un estacionamiento amplio. Buscando, dimos con el Almacén El Recodo, se veía un lugar acogedor y nos dio confianza entrar. Álvaro y yo nos bajamos con tranquilidad, sacamos las armas de la maleta y nos las repartimos: un 9 mm para él, un revólver para Augusto y una escopeta hechiza, pesada y difícil de manejar para mí. Entramos a paso largo y atravesé todo el pasillo hasta llegar donde el cajero, un anciano atónito de vernos. Yo lo apunté a la cabeza y estuve a punto de dispararle, pero no pude. Me imaginé a su viejita juntando sus partes y no lo soporté. Las escopetas desmiembran a las personas. Yo conocí a uno que su mejor amigo le voló los dos tobillos de un solo escopetazo sin siquiera apuntarle. En brazos se lo llevaron y en brazos lo trajeron de vuelta. Conocí también a un yugoslavo que durante la guerra de su país, tuvo que reunir los trozos de su amigo, tras verlo fragmentarse al recibir una bomba. Y yo tenía a ese pobre octogenario inmóvil bajo el cañón de un arma hecha a mano y mal soldada. Estaba demasiado cerca para dispararle. Si yo le daba un escopetazo a esa distancia habría quedado cubierto de entrañas de anciano atónito. Debe ser horroroso huir con un botín enano y bañado en sangre ajena. Tal vez no era necesario matarlo. Le pregunté a Álvaro para qué lo quería muerto y me dijo que no empezara con sentimentalismos, que le diera un balazo, saqueara la caja y nos fuéramos; pero yo no podía hacerlo y él, al darse cuenta, le disparó desde la puerta y el viejo cayó triste con un socavón en el pecho.

Yo tuve una sensación de pena y alivio. Pena sobre todo por su viejita, si es que tenía, y alivio de no haber sido yo quien le había perforado su existencia.



Al parecer fue el sonido del balazo lo que nos delató. En seguida entró Augusto entorpecido por la curiosidad y después de escrutar el cuerpo y comentar lo incomentable, hizo una fina selección de sus productos favoritos.

Yo quedé pasmado, mientras me imaginaba al viejo en su casa, sentado tranquilo junto al brasero, untando el pan en el té a la hora de la siesta y no lograba entender por qué lo habíamos asesinado.

Desde la puerta me gritan “¡Ángel, la caja!” y después de procesar el mensaje, pasé tras el mesón, procurando no pisar al anciano. Abrí la caja y no había dinero suficiente ni para dar una fiesta. Fue mientras la vaciaba, cuando llegaron ellos. Fueron llegando de a poco y ahora nos tienen rodeados, no sólo la policía, sino también gente del pueblo, vecinos del viejo que, incluso de muerto, tiene cara de bueno. Algunos han llegado con palos. No sé si le temo más a la cárcel o a ser linchado por esta gente.

Álvaro sigue en la puerta, mirando con los ojos cuadrados de neurosis. Qué daría él por tener una metralleta para limpiar la vereda y salir por la puerta ancha pisando los fiambres, pero sólo tiene 17 balas, afuera hay más de 30 personas y seguirán llegando.

Detrás del mesón hay una puerta cerrada. Seguro que es la salida de emergencia. Saco las llaves de la caja y pruebo todas las otras, pero ninguna le hace. Las debe tener el muerto, que está muy mal desplomado sobre su sangre que lo deja. En el bolsillo que quedó a mano, encontré un pañuelo usado y un reloj con la correa rota. Para registrar el otro, tuve que moverlo y su cabeza estaba tan doblada que me hacía doler la mía. Para poder meter la mano en donde podía estar la llave, lo agarré del hombro y la cadera y lo giré hacia mi lado, pero la sangre caliente empezó a manar por el agujero de su pecho y caía sobre mi zapato que en treinta segundos estuvo caldeado. Me apresuré y tuve suerte, ya tenía la llave de la libertad en mi mano. Con torpeza abrí la puerta y lejos de dar con la calle o un patio trasero o un pasillo que me lleve a otra puerta, me encontré con varias repisas con todo tipo de mercadería. No hay salida. Los vecinos, que cada vez son más, poco a poco se han ido acercando. Yo no sé si sea legal que la muchedumbre se abalance sobre tres jóvenes acorralados. La policía no debería permitir esto. En los tiempos de Jesucristo ocurrían esas cosas, que el pueblo tomara la ley por sus manos y pudieran lapidar a alguien, pero hoy el proceso es más largo, da el beneficio de la duda y la posibilidad que un rayo divino eche abajo una muralla del calabozo y puedas correr tan rápido como puedas para rehacer tu vida. Yo supe de un extranjero que, aunque condenado a muerte, fue el único que permaneció en la cárcel cuando se vino abajo con un terremoto. El insistía en su inocencia y creyó que ese acto de nobleza lo salvaría, pero antes de las dos semanas fue ejecutado en vista de todo el pueblo que, aglomerado incluso en los techos de las casas colindantes, lo defendió hasta después de fusilado. Estaba acusado de cinco asesinatos, múltiples robos y falsificación de documentos que lo acreditaban como Abogado, Médico y Arquitecto en diferentes épocas de su pasado; pese a esto, la gente lo quería porque compartía sus botines con sus pares y le construyeron una animita que con el tiempo fue creciendo y llenándose de velas y placas de agradecimiento por favores concedidos. Hoy en día, es la gruta del Santo Patrono de las Putas y Ladrones y son ellos quienes le encienden velas cuando la suerte los acompaña en sus empresas peligrosas. Es realmente meritorio pasar de asesino, ladrón e impostor a santo patrón de una casta tan amplia y universal como son las putas y ladrones. Yo no sé si una velita podría darme suerte ahora, tal vez si se la hubiese llevado antes…

Con un megáfono, la policía nos sugiere entregarnos.


Augusto parece recién entender lo estúpido que fue al meterse donde no debía y a Álvaro se le ha vuelto la cara de toro y casi puedes verlo humear por la nariz. Me mira con cara de demente iluminado, abre la puerta y dispara seis balazos antes de caer acribillado en el umbral del lugar que arreglaría nuestras vidas. Augusto grita y se le tira encima, empapándose las manos con lo que quedaba de su amigo y yo me encerré en la bodega, ya que desde afuera no se ve el mesón y era muy probable que a mí nadie me haya visto. Rápidamente entró la policía. Yo podía oír al tarado alegar por la muerte innecesaria de Álvaro, pero de los seis balazos que disparó, dejó a 3 heridos graves. Podía oír las ambulancias llegando con escándalo, los llantos de las víctimas y de los que llegaban a ver a su gente. Pasaron muchas horas antes de que se llevaran los cuerpos y yo, todo ese tiempo, petrificado dentro de un cuarto minúsculo en una oscuridad abominable, a medio metro del cadáver que estaba siendo examinado.

No recuerdo en qué momento me acosté en el suelo y al despertar, ya todo estaba en silencio. Al levantarme y tratar de abrir la puerta, no pude moverla. La llave había quedado puesta del otro lado y quién sabe cuándo será la próxima vez que alguien la abra. Espero exista la viejita que tanto me conmovió a la hora de apuntarle. Me quedaré aquí hasta que alguien abra y saldré corriendo sin decir nada. Acá hay mucha comida e incluso hay cerveza, aunque un poco tibia. Podría pasar varios días acá. El problema es que es tan chico que me produce algo en el pecho y me acelera el corazón. La ampolleta calienta todo el aire en veinte minutos y apagarla me deja en una oscuridad de ciencia ficción. Agarré la escopeta y sin premeditar, disparé a la chapa. Sonó como un bombazo. Una esquirla rebotó a mi muslo, pero la puerta abrió. El suelo todavía estaba húmedo y olía a sangre. Yo caminé por el pasillo hacia la puerta, de esas de madera con vidrio y, para mi sorpresa, pude abrirla normalmente. Solté la escopeta, pasé sobre la marca que dejó Álvaro, caminé tranquilamente la primera cuadra y luego corrí hasta llegar a casa.

Enterré mis zapatos y la ropa en el jardín, me duché y al salir estaban ahí.

5 comentarios:

Puppetmaster dijo...

Muchas Gracias !!!

Como siempre, un placer.

Blas Torillo Photography dijo...

¡Ay malvada! ¡Me diste esperanza... se salvaría y al final lo pusiste frente a los polis o la gente!...

¡Ya vine y de nuevo me tuviste atrapado en tus letras!

Está padre este cuento. Me ha gustado. Me imaginé todos esos personajes tontos de los programas gringos de los 70, que echaban todo a perder en el último momento, pero juntos y haciendo un boicot general de sus propios planes, casi sin darse cuenta.

¡Genial!

La foto del vochito está padre (me recordó mi propio vocho, pero el mío era verde) y esa parte me hizo reír mucho... ¡No sabían manejar los mensos!... Ja.

Ya sólo para que quede perfecto, ponle "desmembran" y ya.

Trío de ases... ¡Seguro! Jajaja...

Te dejo un beso.

Puppetmaster dijo...

Quisiera leer un cuento de terror sicológico escrito por ti.

Tu puedes!!!!

Mónica Gutiérrez Pereira dijo...

pero el vioinista es un poco eso, o no?

Puppetmaster dijo...

mmm el violinista es mas novela negra ami parecer...