martes, 15 de diciembre de 2009


PUPILAS VIOLETAS

El ventilador está al máximo y ventanas y puertas, todas abiertas.
La piel de la gente brilla y el aire ondula sobre los capós de los autos.

Yo estoy donde siempre o casi siempre, detrás de mi mesón blanco, ordenando muestras de amor en letras o en paquetes, cuentas de todo tipo y promociones que nunca serán abiertas. Primero las ordeno por género, así, si quien viene a retirar es un caballero, no tendré que pasar por todas las que sé que no corresponden; luego las ordeno por alfabeto y finalmente las ubico en estos casilleros rojos, en donde las letras van de tres en tres, y cada letra tiene a los hombres a la derecha y a las mujeres al otro lado.
Cuando me aburro las saco todas, las mezclo y las vuelvo a ordenar. Hay días en que no viene nadie y puedo hacerlo hasta tres veces antes de caer la tarde.
A veces las pongo a contra luz y trato de leer lo que hay dentro pero es muy difícil descifrarlas porque el doblez de la hoja superpone las palabras.

Y cuando llega alguna mujer que quiero que vuelva, le entrego la correspondencia equivocada y así la obligo a volver, entonces al poco rato entra con su paso de hembra fiera a reclamar por mi ineficiencia y eso la hace verse, incluso, más bella.



A mí me encantaría poder ir a dejar cada una de estas cartas, sobre todo tomando en cuenta que, por el tamaño del pueblo, el despacho podría hacerse a pie, pero acá no damos ese servicio y aunque lo he propuesto, no me permiten hacerlo. Es un bonito tr
abajo eso de andar por las calles, caminando tranquilamente mientras se buscan las casas. Acercarse a cada una de ellas, mirar hacia adentro y ver quienes viven ahí y de que manera. Hay gente que vive tan distinto a uno. Gente que en sus jardines colecciona colores y aromas y gente que sólo guarda cosas que no son capaces de botar, gente que se rodea de animales que no son humanos y gente que se rodea sólo de objetos con y sin valor, gente que mantiene sus casas abiertas y confiadas y gente que se protege encerrándose de diferentes maneras. Si me permitieran hacer la entrega, podría saber en dónde vive Margó. Tiene aspecto de vivir sola en una casa pequeña pero con un antejardín colmado de lavandas, jazmines y duraznos y, en el centro, una fuente de agua a la que llegan a chapotear los pájaros. Es muy probable que conviva con una gata que prefiere no salir al patio para no entierrarse las patitas; en el living debe tener muebles heredados, pareos en las murallas e inciensos en las esquinas; en su habitación, un espejo de cuerpo entero al que debe mirarse de frente y perfil antes de salir al mundo tan inquisidor y en el comedor, un mantel de croché hecho por la tía monja que dejó de ver cuando aquella se embarazó estando en el convento y luego se fue a quién sabe dónde a hacer quién sabe qué con ese crío que nunca se supo si llegó a nacer. Yo lo supe por el padre Ontario, seguro fue él quien la preñó. A ese viejo le gustaba sentarse a las lolitas en las piernas para las confesiones y a las mayores, les hacía contar exactamente lo que sus parejas les hacían durante el sexo. Yo no sé de qué podría confesarse la señorita Margó. Es tan correcta, tan circunspecta, me la imagino tan bien hablando francés con esa boca chiquita. Si yo fuera cartero a domicilio, tal vez desde su portón, podría verla cocinar tartas de frutas, ver el cordel en donde cuelga su ropa interior y peinarse frente al espejo.

Los Abetos 225 es otra de las casas que me gustaría conocer. Son tantas las encomiendas que recibe, tantas, tantas que debe ser una casa muy grande como para guardar tanta cosa. Me gustaría saber qué son esos paquetes, pero siempre vienen muy sellados y siempre certificados. Tal vez todo lo vende, tal vez nunca se le llena la casa. Quizás qué vende ese hombre! ¿Será legal? Tiene toda la cara de ser traficante de algo malo. Siempre supe que ese pelado era peligroso. Hay quienes dicen que no hay pelado bueno y este hombre parece confirmar la teoría.

Aquí viene Margó otra vez. Ella espera una carta que, según su amado, le mandó hace nueve días. Vino ayer y el día anterior y varios anteriores a ese. Vino esta mañana también. Sin duda, ella es merecedora de recibir cartas de amor. Si me diera tan sólo una señal, yo sería capaz de escribirle una cada día y dejársela en su buzón cada tarde, junto con aprovechar de indagar, desde la puerta, los lugares de esa casa que debe ser blanca o rosa y oler a jazmines y lavanda.
Se para desde el otro lado de la puerta y me mira con las pupilas verdes de esperanza.
Yo la hago pasar, ella sonríe feliz y da los dos pasos largos que la llevan al mesón.
Yo le digo que lo siento, que no ha llegado nada, que seguramente es por las fiestas y sus pupilas se tornan violeta otra vez y se aleja con su cuerpo lacio de tristeza.





Hace un rato vino Don Jerónimo, dicen que es el hombre más despreciable del pueblo y que terminó por pelearse con toda su familia.
Hace 15 años dejó a su esposa, la señora Irene, buena mujer esa, la cambió por una más joven, pero putaza y re buena pa empinarle. Sus dos hijas mayores no quisieron volver a hablarle y él nunca hizo nada por acercarse. Así las perdió. Los hijos menores, que son tres, en un mal negocio en conjunto, se les fue la plata, la confianza y el respeto. Así los perdió a ellos.
En dos semanas es el matrimonio de su hija mayor y él aún no sabe si está invitado. Yo no sé si este caballero merezca o no ser invitado; en mi caso, no lo haría, es muy decidor que todos sus hijos le hayan dado la espalda y no hay nada peor que pelear con la familia.


Don Jerónimo, cómo está. Mucho calor, sí. No, no ha llegado nada - le dije con el parte con el parte escondido tras el mesón y las pupilas también se le tornaron violeta.


Ya han pasado más de tres semanas desde que la carta para Margó fue enviada y, a modo de confesión, esta llegó hace más de quince días. Es que desde que esta salió, la tengo a ella mañana y tarde al alcance de mi mano. Hace unos días había pensado en entregársela porque su pena ya me dolía y la abracé fuerte porque de veras creo que lo necesitaba, ella lo necesitaba. No entendía por qué su amado le había mentido y yo le decía que es muy raro que los hombres envíen cartas de amor, que tal vez era cierto que la había escrito, pero eso de mandársela era muy difícil, que mejor no pensara más en él y se buscara otro hombre que estuviera más cerca, alguien del pueblo que pudiera pasear con ella y visitarla cada tarde, pero nada la consolaba y se largo a llorar con lágrimas que mojaban todo su rostro que ella cubría con sus manos blancas y espigadas y fue ahí cuando la abracé fuerte y pude sentirla toda. Sentí el olor de su pelo y sus pechos contra el mío, sentí su corazón que galopaba hacia el mío y sentí también su aliento fresco, como a duraznos. No debió abrazarme, ahora no seré capaz de entregársela.

Sería mucho más fácil si todos fueran como la señora Irmita, ella siempre llega sonriendo y es un verdadero agrado entregarle su correspondencia, la que toma y se va, para volver en un par de semanas a buscar lo que haya llegado. O don Eusebio que, aunque muy serio y de palabras justas, siempre saluda y da las gracias como queriendo darlas de verdad.
No como este poetita, el señorito Serafín. Cuarentón más fino que mi hermana, albo, ojeroso y largo hasta el dintel de la entrada, de pelo teñido y al viento, encorvado y caminando siempre con la pelvis por delante. Traía otro de sus poemuchos para concursar. A mí ya me tiene harto, cada sobre que manda, significa que vendrá a preguntar treinta veces por posible respuesta y seguro que sólo escribe de flores y vergas. El mes pasado entró sacando pecho y amenazándome con el mentón, me dijo que yo andaba diciendo cosas de él en el pueblo y seguramente era verdad, es fácil hablar mal de este hombre, porque lo que digas, puede ser cierto y si piensas lo peor, puedes acertar. Fue muy insolente en esa ocasión y es por eso que ha dejado de participar (y mientras siga haciéndolo desde este pueblo, sus sobres nunca saldrán).

Hoy le entregaré la carta a Margó, así no venga nunca más y tenga que andar buscándola por las calles. Su tristeza ya me entristece y estoy empezando a odiar a ese hombre que no le escribe. Le daré la carta y estaré atento a cómo le sonreirán sus ojos y estaré feliz de ser yo quien le dé esa alegría, seré su héroe por un segundo.

Aquí viene la mujer triste, la mujer que yo he hecho triste para poder verle sus iris vidriosos. Ya no tiene ilusiones, ya no cree en aquel hombre y tiene razón, ese tipo es un idiota, quizás qué groserías le dice en esta puta carta, seguro que sólo quiere aprovecharse de ella, de su cuerpo, de su olor, de sus pupilas violetas.
- ¿Llegó? - dice levantando sus cejas como un triángulo.
- ¡No!

jueves, 22 de octubre de 2009


ESTA VEZ NO VOLVERÉ 


Hace unos días maté a mi jefe.

Fue el mismo día en que cumplí mi sexto mes del trigésimo octavo contrato abordo en estos barcos que brillan de polo a polo.



La primera vez que uno de estos zarpó conmigo yo tenía 23 años y me esperaba un puesto en la Orquesta de Cámara más importante de mi país; pero yo quería ver el mundo y esta podía esperar para cuando, a mi vuelta, yo fuera un mejor músico; pero al volver me ofrecieron contrato para otro barco, con un itinerario totalmente diferente, lugares a los que me sería muy difícil visitar de otra manera y acepté. Luego volví porque subieron mi sueldo y luego seguí volviendo no tengo claro por qué. Pero volví una y otra vez. Ya perdí mi puesto en la orquesta, perdí la novia de ese tiempo, perdí a la mayoría de mis amigos y perdí también las ganas de ver el mundo. Las cosas, han dejado de impresionarme, así como también las personas, y hace ya mucho tiempo que esto dejó de ser una aventura. Casi un cuarto de siglo llevo vestido de frac y nos damos vuelta en menos de 20 melodías, que hace ya diez años dejé de tolerar.

El primer tiempo abordo es fácil para cualquiera que ya conoce el trabajo. El cuarto mes ya empiezas a extrañar a tu gente, tu cama, tus comidas, tus olores, tu maldito espacio para poder pedorrearte sin que alegue el que duerme arriba, tu permiso para fumar en el baño, el comedor y la cocina, tu libertad para emborracharte y perder la compostura. El quinto mes lo sientes en el pecho, es como si recién te dieras cuenta que estás lejos de tu alma, solo y encerrado en aguas de nadie.
Ya no me importa tocar mal, aunque mis compañeros me lo hagan notar. Dicen que desafino en cada Sol Sostenido y en cada Re Bemol y a mí no me importa. A ver si logran sacarle una nota a mi violín, a ver cómo les quedaría la Pequeña Serenata Nocturna si yo me largo mañana y se los dejo sobre el piano, junto a una nota escrita sobre las partituras de la Maldita Serenata.
Hace unos días fue difícil tocar. El mar estaba indignado y sacudía el barco como nunca antes lo había sentido. El comedor estaba lleno y la gente vestía sus mejores trajes, ya que antes de la cena, el Capitán, un griego sodomita que juega a Casanova, había brindado su fiesta de bienvenida a los pasajeros presentes, quienes se esmeraban en parecer más ilustres, más fastuosos, más llenos de luces que tintinean con cada paso, con cada brindis, con cada parpadeo! Todos ostentan sus mejores joyas, los veteranos lucen sus condecoraciones, las mujeres arrastran sus telas, dejando las lentejuelas en el camino… el dinero puede respirarse y cuesta tocar tan encandilado, tan opaco, tan lleno de envidia. A mí no me ve nadie, ni siquiera me escuchan. Ellos no distinguen un Sol Sostenido de la bazofia que les estoy dando, porque ellos no saben ni de corcheas ni de arcos ni menos de sostenidos!
Pero esa noche fue diferente. El mar estaba tan picado que la gente comió sin ganas. Muchos se marcharon en medio de la cena y otros la devolvían a medio digerir, antes de abandonar el lugar. Por mi parte, no es nada fácil sostener ninguna nota si apenas puedo mantenerme en pié.

Hace unos días, y creo que sólo fue debido al sexto mes, acerqué una silla del comedor y toqué sentado, contra la clara oposición del resto del grupo y de mi jefe. Para él debe ser fácil pasearse por el barco diciéndole a la gente lo que debe hacer cuando lo más difícil de su tarea es no olvidar el portafolio en el retrete. Mi trabajo, en cambio, requiere de una vida de estudio, de oído fino, de yemas sangrantes y callosas, de tocar cada melodía hasta no soportarla y de seguir tocándola y volverte maestro en concentración, equilibrio y perseverancia.
Cuando necesito estar solo, me vengo aquí, la parte más hermosa del barco. Muchos creen que es la proa el mejor lugar, pero es esta, la popa, la que reúne todo el romanticismo de un barco. No sólo puedo respirar aire fresco a cualquier hora del día y de la noche, sino también impregnarme de la fuerza que liberan las aguas enturbinadas que forman una estela blanca que desaparece donde la vista ya no llega.

El mar comienza bajo tu nariz y termina mucho más allá del horizonte, teniendo 227 grados de lado a lado para ver nada más que azul cielo y azul océano. Y parece tranquilo, parece considerado y afable, parece posible nadar hasta la costa y al fin quedarme allá, en donde pueda fumar encerrado, tocar sobre un sillón y beberme el Fernet completo.

Ahí viene mi jefe. Seguro olvidó el portafolio en el retrete porque viene con sus manos vacías. Es un oficial noruego, joven, alto, rubio y delgado, siempre muy compuesto y aunque me cueste aceptarlo, hace bien su oficio. Me pide un cigarro… lo único que faltaba. Saco la cajetilla del bolsillo de mi camisa y con mi cara hacia esta, lo miro hacia arriba sin sonreírle. El me pregunta qué pasa conmigo y me recuerda cómo yo disfrutaba de mi trabajo hace un par de años y mientras lo enciende, me dice que no logra entender por qué si son las mismas melodías una y otra vez y cada día lo mismo, yo las toco cada día peor. Yo le dije que le cambiaba mi violín por su carpeta y que yo pasearía por la cubierta sonriéndole a los pasajeros y fustigando a los tripulantes, luego desenfundé el violín y agarrado desde el mango, se lo puse al cuello para que diera una nota. El lo apartó con prepotencia y con la otra mano me agarró de la camisa y me dijo algo en su idioma que, a pesar de no hablarlo, lo entendí perfectamente. Yo no sé de donde saqué fuerzas, ya que me doblaba en estatura y lo empujé para que me soltara… lo empujé tan fuerte que dio con la baranda y aunque intentó agarrarse a esta, cayó a las aguas arremolinadas.

Lo último que vi fue su cara de pánico…


En un segundo, todo se volvió silencio…


Dejaron de sonar las turbinas, el agua y la música de los parlantes…


Todo se volvió silencio...


Lo único que me ensordecía eran mis latidos frenéticos y mi respiración.


No había nadie alrededor, nadie vio nada, así que tomé el estuche y caminé muy a prisa por la cubierta. No podía correr, no podía gritar ni llorar, debía ir a paso tranquilo, al mismo paso que solía ir antes de volverme un asesino.


Al llegar a mi cabina, Paco, el violonchelo reía a carcajadas viendo un capítulo de Bety Boop por enésima vez. Saqué el fernet de mi armario y me serví una copa hasta el borde que en dos minutos volví a llenar. Desde el camarote me grita:


- ¡Qué pasa Ilanio??!! ¿Qué ya te quieres marchar??
Me dice con su cacareado zezeo.


Nada en mí podía hacerlo creer que entre las 2.840 personas a bordo, el único culpable de la muerte de Mr. Fucking Haink era yo, el que desafina.


Intenté llenar otra vez la copa, pero sólo alcanza para cubrir el fondo de esta.


Me metí a la ducha y me quedé dentro hasta sentir la piel deshacerse. Luego me metí en la cama y di tantas vueltas que en un rato estaba sobre el colchón. Mi compañero otra vez se estaba masturbando y así puede estar largo rato. Me levanté, me vestí con ropa de diario y me fui al bar, directo a la barra. Ahí estaban los mismos de
siempre, reunidos por razas.

Yo veía al noruego mirándome por todas partes… y todo se volvía silencio...


El cantinero se inclina sobre su barra para hablarme y su cara se hace alba y el fondo azul nocturno y las turbinas y el agua iracunda y otra vez el silencio. Yo lo miro con miedo, él se me acerca más aún y me repite lo mismo. Yo trato de leerle los labios y parece decirme que cada día toco peor. Lo miro impávido y le pido un fernet-un fernet-un fernet y siento como mis palabras rebotan en el vacío. Al servirme, me mira las manos, estas manos culposas de una muerte sin sentido. Yo no quería matarlo, yo sólo quería decirle que si estoy tocando mal es porque ya no soporto esta vida de mierda, esta vida que me alejó de todo lo mío, lo realmente mío. Yo iba a casarme co
n Zarina al volver por primera vez y después se hizo tarde y ahora estoy solo y triste y lo único que tengo es este violín discordante que se hace el bobo y se desentiende de sus notas.

Yo no quería matarlo, yo sólo quería decirle que se metiera su carpeta por el culo, que a mi violín nadie lo aparta de esa manera, pero era tan alto que la baranda no le alcanzaba las caderas y tan sólo siguió de largo. Yo no quería matarlo… ¡¿por qué habría de matar a ese imbécil?!


Otro fernet por favor. Y si puede más alto. Me lo da igual que el anterior y tal vez un milímetro más pequeño. Pero ya no quiero pelear, la última pelea marchitó mi vida para siempre.


Ahí viene Nedjelka, una bailarina checa que se excita con los
músicos.
Todos ellos han hecho uso de sus entrañas y yo también. Yo también paso hambre y frío. Yo también quiero ser abrazado aunque mañana abrace a Paco y ayer al saxofón de la sala de jazz. Acá todos pasamos hambre y frío, por eso sabemos compartir a las que tienen un corazón que abraza y unas piernas obedientes.

Pero hoy no la quiero, hoy no tengo hambre sino sólo sed y un cuerpo afiebrado de miedo y arrepentimiento.


Apoyo ambos codos en la barra y poso mi cabeza entre mis manos, mirando la copa otra vez vacía. Ella me ve desde lejos y viene directo a mí. Pone su palma sobre mi espalda abatida y puedo sentir su pecho minúsculo bajo mi hombro. Yo no quiero mirarla. Estas putas saben de hombres y puede descubrirme; bastó que levantara la mirada para que inclinara su rostro y me preguntara qué pasaba. Yo pagué, me puse de pie y le pedí que no me siguiera.


A la mañana siguiente empezó la búsqueda.


Estábamos en la cabina cuando llamaron a mi compañero para que fuera a contestar las preguntas en rigor. ¿Qué diría yo si me preguntan? Yo nunca lo vi en la popa, nunca sin su portafolio, yo nunca le puse mi violín al cuello ni lo vi desaparecer después de mi empujón. Es tu turno, me dice Paco.


Entré a la oficina y lo único que escuchaba era mi corazón a caballo y mi respirar, igual que la otra noche, la que quedó para siempre en mi retina. Me siento frente al oficial y mis manos se humedecen. El parece explicarme lo que está pasando y no logro oírlo. Le miro los labios a ver si leo y parece preguntarme cuándo fue la última vez que lo vi. Siento el hueso de mi pecho torcerse. Sus preguntas son muy simples, demasiado simples para lo complicado que estoy, demasiado simples para mis respuestas tan llenas de palabras de sobra, de sílabas atarantadas y miradas evasivas.


Me agradeció mi tiempo y salí con las piernas doblándose hacia afuera. Me descubrió, estoy seguro.


Interrogaron gente todo el día y era de lo único que se hablaba. Yo me encerré en mi cabina hasta la hora de la cena, momento en el que intenté tocar un poco mejor para evitar las malas miradas, pero en la segunda melodía me di cuenta que no podía cambiar de actitud, porque todo cambio en mí sería sospechoso y empecé con los errores, pero estos eran tan notorios que ahora incluso los pasajeros se daban cuenta que el violín desafinaba e intentaba concentrarme otra vez y buscar las notas que antes me traicionaban, pero ya no sabía cuáles eran y sólo escuchaba mis errores; no lograba escuchar ni al piano ni al chelo ni a la viola y la gente seguía comiendo, un plato tras otro y no acababa nunca esa cena insufrible, en donde debiera haber tocado con capucha y guadaña.


Olivier, mi amigo de las máquinas, me confesó que él vio pasar al oficial popa abajo, pero que en su momento no quiso decir nada por miedo a ser culpado y que ahora ya era tarde.


Si él habla, a mí podrían descubrirme. Mucha gente me vio venir desde la popa, cuando atravesé la cubierta arrancando de mis hechos. Si soy descubierto, podría pasarme el resto de mis días en la cárcel de un país en otro idioma y no habría quién me llevara una frazada, cigarros o alguna golosina para endulzar un minuto de mi vida miserable y sin rumbo.


Esta mañana estuve en la popa.


No había vuelto desde el empujón.


Han pasado veintidós días desde esa noche y la investigación fue cerrada hace casi una semana. Dicen que 24 personas desaparecen cada año en los cruceros. Las causas parecen ser suicidios y peleas sin testigos.

La nuestra fue una de esas.
Mala forma de morir, la del hombre al agua.

En cinco días termino mi contrato.


El último.


Esta vez no volveré.

miércoles, 21 de octubre de 2009

domingo, 18 de enero de 2009

POR TENER TAN MALAS JUNTAS


Es la cuarta mañana consecutiva que rompe el día lloviendo.





El cielo emula un óleo en grises y se mueve lento y espeso hacia el norte, en donde siempre se ve más negro.

La lluvia abrillanta los adoquines, el barro se toma las veredas, los caballos de los carruajes estilan y las ruedas salpican las ropas de los transeúntes, que hace ya tres tardes caminan enlodados.

Todavía falta más de una hora y gran parte del pueblo ya se encuentra en la plaza.

Por la Avenida de los Condenados, se abre camino el Juez de Mastoria, el mismo que sentenció al grandísimo Dagoberto, El Poeta, el de la lengua viperina y la pluma querellante. Acusó a los más ilustres y pagó por todos juntos. Por eso fue que lo mataron. Por eso fue que llegó aquí.

Recuerdo el revuelo que se armó cuando trajeron a Arnoldo, el cerrajero. Tenía un local diminuto en la que sólo organizadamente, cabía él, sus herramientas y sus llaves. Se pasaba el día entero ahí dentro y sólo al llegar la noche, con una llave que el mismo había hecho, cerraba su tiendecilla y volvía a casa, en donde, por lo general, lo esperaba Candela, su esposa, quien era conocida en todo el pueblo por sus ojos de flecha. Nefasta fue la mañana en que la máquina se trancó y, al no poder arreglarla, volvió a su casa seis horas antes de lo acostumbrado, en donde se encontró a su mujer ensartada con su querido primo Claudio, el Don Juan de las señoras casadas, el mismo que tantas veces él defendió por supuestas blasfemias de casos similares. Arnoldo traía la chatarra en la mano y, sin darse el tiempo de nada, le dio un golpe certero en la cabeza que lo dejó tumbado sobre la susodicha, quien gritaba como una inocente. Luego la agarró del pelo y jalándola hasta la calle, la abandonó vestida sólo con la sangre de quien, en sus tardes de ocio, le avivaba la soledad. La gente lo quería, al cerrajero, y lo apoyaron en su decisión. Yo pensaba en qué habría hecho en su caso, mientras le ponía la soga al cuello, y creía que habría hecho lo mismo, pero yo no soy quién para decidir la vida de nadie, así que le deseé suerte y lo dejé caer.

Hoy no sé quién llegará, pero la gente lo espera atizando su castigo.

El miércoles pasado hicieron subir a la Señorita Augusta, acusada de intento de homicidio, al verter unas gotas de veneno para ratones en la sopa de la Condesa de Almira, mujer despreciable que muy bien le habría venido bebérsela toda; pero la descubrieron en el acto y, a empujones, fue llevada ante los sátrapas del gobernador, quienes dictaminaron que la pena apropiada frente a semejante incidente era entregármela, ya que de mis manos no regresa nadie.

La plaza ya está repleta y no hay quién defienda al condenado. Es muy probable que merezca la desdicha que lo espera y estos son los días en que mi oficio se vuelve reconfortante. A tipos como estos me gusta preguntarles si quieren que me haga cargo de su esposa o que cuide de sus hijas. Llamarlas por su nombre causa un efecto, incluso, mejor. Me gusta que me insulten cuando ya están maniatados, la gente cree que gritan por el perdón, pero lo hacen de impotencia de tener la fuerza y las agallas para matarme y no poder hacerlo. Me gusta eso.

Ahí parece encaminarse el pasajero al cielo (o más probable, al infierno), decenas de personas lo vienen rodeando mientras lo vapulean por algo que no logro entender. Parecen gritar "asesino", entre otras cosas. Espero saber el nombre de alguna de sus mujeres para darle el penúltimo castigo. Igual es necesario estar atento, una vez que hice eso me salió uno que con su frente me partió la nariz. ¡Qué vergüenza!
Mi sangre goteaba hasta el suelo, manchando mis zapatos de domingo y con mis manos ensangrentadas, manché también su cara, al ensogarlo. Creo que ha sido el único colgado que he visto irse tan contento.


Ya puedo ver el rostro del emigrante terrestre y, aunque no me sorprende del todo, reconozco su cara como si fuera la mía. Es Manuel Cantoria, amigo de adolescencia a quien, hace más de un lustro dejé de frecuentar. Tal vez fue para mejor, tal vez la víctima de ayer podría haber sido yo. El juez dice que mató a su madre por haber escondido el dinero y al ser enfrentado por su hermano, le dio cuatro puñaladas, de las cuales las cuatro fueron de muerte. El fallo es justo, si no respetas a tu madre, al menos déjala vivir.

Manuel fue pendenciero desde niño y siempre muy adelantado. Fue él quien me convenció de usar mi más fiel compañero por primera vez. Me dijo que su vecina era toda una experta y estaba muy bien dispuesta, esperándonos en su cuarto. Así que entramos por la ventana de la habitación contigua y al llegar a la suya, noté que, por su edad, no podía ser una experta y que por la manera en que Manuel la asió de las muñecas y le tapó la boca, tampoco parecía estar tan dispuesta. Sin embargo la escena endureció a mi gran amigo y me dio los bríos necesarios para sacarlo y embestir a esa chica de piel casi transparente, pubis sin vellos y senos que recién comenzaban a revelarse.

Hubo una navidad en que me pidió lo acompañara a una cena que harían varios pordioseros en la calle de las hilanderas. Me llamó la atención que estuviera atento a esta gente, sobre todo en noche buena... sin embargo fui con él y, aunque no esperaba verlo dar abrazos ni buenos deseos, pensé que todos tenemos nuestro lado sensible y que en fechas como esas puede aflorar. Al llegar al sitio, había ocho indigentes alrededor de una marmita, equilibrada sobre un fogón a un costado de la calle. Todos bebían y reían, esperando el primer hervor de algo que olía muy bien. Mi amigo, el que está por subir los peldaños de la muerte, se acercó con las manos en la espalda y al llegar a donde el calor le pegaba, echó dentro del festín, dos puñados de tierra pedregosa, dándose a la fuga conmigo atrás. Nunca entendí por qué hizo eso. Hay que reconocer que es una buena manera de entretenerse, pero nos persiguieron con palos y botellas varias cuadras y nos habrían seguido buscando los días siguientes si esa noche no hubiese sido tan oscura.

Esto de matar a los amigos es muy triste. A uno se le enseña que debe cuidarlos, pero son ellos los que llegan acá por sus propios méritos, todos sabemos las reglas y son fáciles de recordar: no matar, no robar, no al falso testimonio, no desear a la mujer del prójimo o al menos no tener sexo con ella. Pero llevarlo a cabo no es tan fácil como recordarlo.

Aquí viene Manuel. Tal vez debió ser colgado hace años. Me mira directo a los ojos y eso me inquieta porque nadie lo hace, me mira por las pupilas hacia dentro, como descubriendo recuerdos extraviados más allá de la conciencia. Yo trato de ponerle la venda (para que deje de mirarme más que por reglas), pero él me dice que no la quiere y que me conoce. Me pregunta quién soy, que le diga mi nombre, que él no le contará a nadie, al menos a ninguno de este mundo, pero eso sería lo último que haría, no me arriesgaría a que gritara mi nombre frente a una plaza llena. Yo también soy panadero y las personas me quieren. Mi pan es sabroso, blandito y siempre está a la hora. Hay gente que podría dejar de comprar mi pan por el simple hecho que fue amasado por un verdugo. Pues sepan todos que los verdugos también sabemos cocinar y lo hacemos bien y con amor, que somos padres e intentamos hacerlo lo mejor posible como cualquier otro, que tenemos madres a quienes respetamos y nos quieren, que limpiamos la casa, pagamos impuestos y rezamos cuando el tormento nos agobia. ¡Sepan todos que este oficio es muy noble! ¿Qué pasaría si hoy me basara en el cariño que le tengo a mi amigo? La nostalgia quebrantaría mi imparcialidad y no sería capaz de darle el desenlace apropiado al juicio de Manuel. Si ayer mató a su madre y a su hermano ¿Qué es capaz de hacer con los que nunca le han dado nada? Mi labor es proteger al pueblo, a mi gente, es un asunto de limpieza y, sin duda, alguien tiene que hacerlo.

En lo que lleva del año, han subido a este estrado letal tres amigos míos. Ellos no pueden verme porque llevo capucha, pero yo sí los veo y me baja la melancolía y recuerdo cuando aún tenían un mañana.
Se hace tan difícil ver a los más duros llorar sin lágrimas.



Mientras acomodo la cuerda en su cuello flaco y pellejudo, me mira tan fijamente que yo entrecierro los ojos para que no vea muy adentro y justo antes de mover la palanca, grita mi nombre y un insulto irrepetible.
Es muy triste matar a los amigos.
Eso me pasa por tener tan malas juntas.

martes, 16 de diciembre de 2008

MANZANAS E INSURRECCIONES

Sin saber si la manzana es o no un arquetipo, a pesar de ser símbolo de la mejor nutrición es, asimismo, uno terrorífico.


La primera ira de Dios, fue originada por una seductora manzana que, ofrecida por una víbora tan elocuente como cizañera, persuadió a quien fuera la única exhibicionista por naturaleza y pudorosa por opción que haya existido. El precio de sólo un mordisco, fue la maldición que hizo del trabajo, un castigo, del sudor, lágrimas y para las mujeres, la condena mensual eterna de sangre, dolor y sentimentalismo.




Blanca Nieves, al menos, sólo entristeció a siete enanos lujuriosos y acaso medio homosexuales que, ante la posibilidad de compartirla en sus siete lechitos,
soportaron a esta total desconocida (por un tiempo jamás definido) en su pequeña morada; pero ni sus ignoradas orgías ni la preocupación de sus centinelas ni su buena voluntad, le bastaron para acatar los mandatos e, insurrecta al igual que la otra guacha golosa, destabló una diminuta ventana, clausurada exclusivamente para ella, aceptando la manzana envenenada que, al menos y sin inquietarle, felizmente no recayó sobre las ya castigadas mozuelas quienes, sin pecado concebido, abonan, mes a mes, las deudas de otra fulana.


Para qué hablar de la gran manzana niuyorkina que, comprada por 24 dólares a la tribu Manhattan, terminó por convertirse en el símbolo del holocausto del siglo XXI; haciendo pagar no sólo a quienes prefieren las hamburguesas a las frutas ni saben de dicha tribu, sino también a las ya sentenciadas que, desde los comienzos de la humanidad, están pagando el precio del mordisco más engorroso que se haya dado.

Mas destructiva aún fue la de la discordia: manzana de oro que, emplazada por la Diosa Eris en un festín celestial, llevaba en sí, la perversa frase “Para la más
hermosa”, causando tal cascabeleo entre las deidades que fue necesario acudir al joven Paris (mortal especialista en belleza femenina), para hacer la fatídica elección entre Hera, Atenea y Afrodita quienes, con ofertas supuestamente insuperables, fue la última quien ganó su voto, al ofrecerle, al más guapo y lujurioso, la mujer más bella que existiera en esos tiempos.
Y ¿Quién más bella que Helena de Troya?
Y ¿Quién más furibundo que el Rey Menelao? Quien, en su propia corte, un imberbe regido por sus genitales, burló su honor al despojarlo de su tesoro más preciado.
Es entendible que haya incendiando Troya y, aunque exageró un poco alargándolo por nueve años… ¿a quién no se le pasa la mano de vez en cuándo?



El suizo, Guillermo Tell, fue otro escarmentado con una manzana.
Tras rehusarse a hacer una reverencia al sombrero que, en el centro de la Plaza Mayor, representaba al Soberano Austriaco; fue obligado, por el gobernador, a demostrar su peritaje en ballesta, apuntando al fruto maldito que, a cincuenta pasos, sudaba sobre la cabeza de su hijo menor. Pese a que el ballestero dio en el centro de la manzana, fue con esa misma maestría con la que, más adelante, hubiere de atravesar el corazón de tan sanguinaria autoridad.

La de Newton tampoco fue del todo positiva.
El manzanazo fue sólo la chispa encendedora del reguero de pólvora que, comenzando con la triste teoría de que todo cae, siguió complicándonos con otras como la de la relatividad, diciendo algo así como que nada es como creemos ni, menos aún, simple, para terminar de arruinárnosla con inventos como la bomba atómica.
Tal vez si no hubiese sido por esa manzana, Einsteinn habría sido electricista y la vida sería más simple y las bombas más amistosas.



¿Y a cuántos adultos aún les tirita la pera cuando ven que una manzana podrida está pudriendo al resto?
- Era verdad – dice uno, evocando los años en que el pupitre de fuego y las palabras de más nos transformaban en una fruta del mal.
- Era verdad – buscando los errores que en ese tiempo no lo eran, pensando en lo bien que nos habría ido si hubiésemos escuchado a esos enemigos letrados y gigantes que alargaban nuestras jornadas escolares por el bien nuestro y su contento.
- Era verdad – tratando de ver el lado bello de lo podrido – A mí, siempre me ha gustado el café (y con rojo queda muy lindo).


domingo, 14 de diciembre de 2008



FOTOS Y TIMACIONES





Creo que fue Moisés quien inventó la publicidad. Eso de agarrar el micrófono y promocionar algo que los demás desconocen, no es cuento nuevo.
Las tablas de los diez mandamientos fueron lanzadas al estrellato de la misma manera que
Mc Donald presenta su cajita feliz.

A cambio de tiempo, Mc Donald te asegura el colesterol y la hipertensión arterial. A cambio de sexo y otros placeres, Moisés te promete la vida eterna; una existencia ñoñamente perenne, en la que el vino se te escurre entre los dedos antes de poder beberlo y, mientras no ames, no fornicarás. ¿no fornifuckingcuá??!! (ejem, quois).

La desventaja del tartamudo (Moisés lo era) es que no contaba con la magia de la fotografía. No así su exitoso descendiente Jesucristo, quien, al menos y sin saberlo, logró estampar su rostro, ya inherte, en un manto que hubiese sido una excelente arma para su campaña electoral.

Si su slogan “Juntos Podemos” hubiese ido acompañado con una foto del Paraíso al puro estilo de un ClubMed, no se lo habrían cagado.

Para los que no leen ni saben escuchar, con sólo ver la foto, se habrían enrolado a terminar en ese lugar (sobre todo si creen que llegarán a viejos y seguramente solos).

La fotografía, de micro a macro, te muestra un mundo entero en dos dimensiones. Quienes la toman, hacen de la imagen, una ilusión óptica en la que, jugando con colores y geometría, te hacen creer que la verdad de Cristo era la real cuando hablaba del Paraíso.

Las fotos de las excursiones de este pueblo son una estafa. Logran timarte. Pagas por ver las obras del Photoshop y lo haces encantado. Recorres horas por caminos polvorientos, de calamina y hoyos, llegando con los órganos en la mano, agotado, apunado y ansioso, a un lugar con otros colores, sin reflejos ni juegos de contraste.

Visitas el sitio anhelando exclamar “oooooooooooooOOOOOOOOOOOOOoooooooohhhhhhh!!....”,
pero desencantadamente dices “Bhhhhuuuuuuuuuhhhhh...”

sábado, 13 de diciembre de 2008

33 FÉRETROS


Eran casi las diez de la noche.



Llovía desde el medio día y la carretera brillaba, reflejando las luces de los autos.


Anselmo llevaba casi dos horas esperando que algún buen samaritano se apiadara de su condición de transeúnte y lo acercara a su destino, cuando un camión viejo, de frente rojo y redondeado, se detuvo junto a él. La parte de atrás tenía una alta baranda de madera y la cubierta y sus costados, estaban hechos de una lona verde oscura, todo bien atado a lo largo del techo
Anselmo abrió la puerta y antes de poder encaramarse, el chofer, un hombre joven, moreno y fuerte, le hizo sin hablar, una seña para que subiera junto a la carga.



El corrió hasta la parte trasera y sólo después de subirse, descubrió que estaba cargado de 33 féretros, todos ordenadamente dispuestos y ansiosos por la llegada de sus próximos moradores.



Al acomodarse entre estos, notó que había de dos tipos, muy diferentes entre ellos. Unos eran notablemente rudimentarios, opacos, hechos de un pino mal secado que, por a través de sus grietas, habría de colarse tanto el último rayo de sol como los primeros gusanos hambrientos que se arrastrarían golosamente a darle la bienvenida al emigrante terrestre.



(Estas cajas – pensaba Anselmo – estarán convertidas en polvo mucho antes que sus inquilinos).



Las del otro lado, en cambio, eran de roble, con tres ribetes a lo largo, una barra de bronce y un escaparate muy bien enmarcado, que expondría el busto del cadáver durante su despedida oficial.



Dentro de sus zapatos mojados, el frío le adormecía los pies. La lona del techo apozaba agua, formando una gotera continua que, al rebotar en uno de los cofres, le salpicaba a la cara.



Abrió uno de los cajones costosos y, al verlos secos y revestidos con abundante género, se sonrió al descubrir el cobijo óptimo del frío, el sueño y la gotera.


Anselmo nunca le tuvo miedo a lo impalpable ni mucho menos a los muertos vivientes, pensaba que estos nunca podrían alcanzarlo con esas rodillas tiesas y su ritmo de zombie. Pero solo, en esa oscuridad, meterse en un ataúd da cierta desconfianza…


- ¿Quién sabe si sólo pueden abrirse desde afuera? , pensaba Anselmo.
- ¿Y si el conductor me olvida y yo muero aquí olvidado y me bajan en la funeraria igual que a todo el resto y ahí me paso días sin que sepan que ya no respiro y venden este cajón y me descubren en la casa de otro muerto? ¡¿Pero qué clase de cadáver más mal venido puedo llegar a ser?!



Mas el cansancio sus pies azules de frío, lo convencieron de sacarse el abrigo y los zapatos y encajonarse en uno de esos, dejando con su billetera escuálida, una rendija abierta.



Tal vez aquí aprisionarán a un claustrofóbico – especulaba intentando dormir – que se pasó la vida entera en la calle para evitar los encierros y durante su sepelio morirá dos veces al descubrirse confinado entre estos seis maderos para siempre.
O quizás refugiarán a un prócer de la infamia que, incluso después de muerto, seguirá siendo abrigado con rasos que parecen nupciales y protegido por maderas milenarias blindadas con bronce.



A los féretros les da igual qué tipo de muerto vendrá a ocuparlos. Les da lo mismo si es el de un obispo, un bandido, un filántropo o un Beatles; si fue feliz o no, si en la vida logró un imperio o si fue siempre un perdedor. No les importan ni los favores concedidos ni las culpas ni las deudas pendientes. No les vienen con amores truncados ni sinsabores inmerecidos; les da igual si la muerte fue injusta o no hubo confesión. Les da igual porque a Dios tampoco lo conocen; ni a él ni al Diablo ni a ninguno de sus secuaces. Para estos, son todos unos fiambres.



Y así se durmió filosofando.



Treinta y cuatro kilómetros más adelante, el conductor volvió a detenerse para llevar a Jacinto, otro andariego que estilaba, tiritando desde hacía más de una hora a la salida de un pueblo sin sombra.



Al igual que Anselmo, sólo después de subir, reconoció el cargamento fúnebre y se habría bajado de no ser porque el camión ya estaba en marcha.



Jacinto sentía un pavor congénito por los inanimados.



El susurro de su propia respiración lo acechaba y su vaho creaba espectros que paseaban por entre las urnas. El sabía que las ánimas transitaban por todas partes y que eran, incluso, más odiosas que los vivos. Decía que no hay sarcófago que no hospede, al menos una, y que a la hora de sellarlos, tanto las almas en pena como la recién llegada, huían aleteando como alientos gélidos aterradas por el encierro eterno en el inframundo, dejando el lugar sólo para el cuerpo duro y los insectos carroñeros, siempre listos para su nuevo festín.



Su abuela murió cuando él era un imberbe, al caer por la escalera que Jacinto acababa de encerar. Ella nunca dejó de visitarlo por las noches, cada vez que merecía ser amonestado. Solía sentarse a los pies de su cama y con su dedo flaco, arrugado y quebrantado por la artritis, lo amenazaba con llevárselo a donde él no conocía si seguía haciendo las cosas mal y es que siempre las hacía mal, siempre había algo por qué reprocharlo.



Hizo memoria del velorio de su tío Domingo, el hermano mayor de su padre, y de cómo fue obligado a pararse a su lado en silencio y mirarlo por un instante que se le volvió eterno. Jacinto tiritaba igual que ahora.


Veía las ranuras blancas entre los párpados yertos, acusando la ausencia de vida más que en cualquier otra parte del cadáver; observaba cómo las arrugas del rostro se habían desplegado y dejaban caer el exceso de piel por sobre las orejas; notaba la boca distinta y el peinado también y cuando le miraba sus manos tan opacas, tan rígidas, tan de viejo muerto, sus dedos se movieron ágilmente para agarrar la cruz del rosario y dejarla junto a su palma.


Los ojos de Jacinto se agigantaron, ocupando la mitad de su rostro, cada poro de su piel se volvió una aguja, sintió la nuca hervirle y la garganta estrangulada, perdió la voz y la moción, no tuvo brío para decir una palabra, nadie se enteró, pero de que se movió, se movió.



Recordaba las historias de su prima, la loca que, en una casa junto al lago, aseguraba convivir con un fantasma misógino, quien poco a poco, fue invadiéndola. Primero le dio por abrirle las llaves del agua mientras ella no estaba, estropeando el parquet francés, provocando dos cortos de circuito y obligándola a pagar cuentas inconcebibles; después le dio por acecharla en la cocina, de donde la sacó para siempre, dejándose para sí todos los víveres que uno a uno se fueron pudriendo; luego la seguía hasta su cuarto para tirar de sus sábanas castas, hasta que en busca de su liberación fantasmal, se cortó el cuello y las muñecas. Fue encontrada doce días después, por el aviso de un vecino que ya no soportaba el olor.



Se fue así todo el camino, lidiando con sus recuerdos y su terror, hasta que noventa y seis kilómetros más adelante, despierta Anselmo, quien, para no dejar caer su billetera, comenzó a abrir la tapa del cofre muy lentamente.



Jacinto la vio moverse y vio también el vaho que emanaba de adentro; quedó paralizado por casi cuatro segundos y, al ver que esta no se detenía, con la espalda pegada a la lona, se levantó atolondradamente, como tratando de retroceder, maldiciendo desde Dios hasta su propia madre, amenazando a la tapa con un enfado iracundo si no se detenía ahora mismo, pero con el ruido del camino, la lluvia y el mismo
encierro, Anselmo no escuchaba y continuó abriendo.


Jacinto, al ver los ojos del zombi en los suyos, sintió que la mirada muerta le escarchó el aliento y desde lo más recóndito de sus recuerdos se vinieron a él, todos sus horrores, los de infancia y adolescencia, los de ahora, sobre todo los de ahora, el delirarse macabro y podrido, porque así se vio, ya medio de carne y medio de polvo; medio podrido.



Anselmo, al descubrirlo y ver su pánico, estiró su brazo con un gesto moderador e intentó explicarle el por qué de su guarida, pero el pavor ya lo había enceguecido y vociferando en una lengua que parecía nórdica, dio dos pasos y saltó al camino en busca de un alivio.



No hubo tiempo de aclarar nada.



No fue culpa de Anselmo.



El pavimento es, incluso, más despiadado que los muertos vivientes.



Estos al menos, no son capaces de desnucarte.


viernes, 12 de diciembre de 2008



VOLVER A SUS SABORES


Oriundo de Wehrenberg, Philip Andrew Schwaitzer tenía doce años cuando, arrancando de la policía después robarse una bicicleta, se escondió en un carguero que preparaba su zarpe.
Nunca supo por qué no hizo nada por bajarse y, en Mayo de 1890, llegó a Euparnasso.

Alto y fornido, trabajó seis años en el hospital de Curnita, siendo el encargado de llevar los fallecidos a la morgue. Lejos de las camillas y mucho antes de las normas de higiene y sanidad, con los cuerpos, ya fríos, sobre los hombros, atravesaba los corredores del hospital abriéndose paso con las extremidades del muerto, chocando con todas las puertas y algunos distraídos que se cruzaban en su camino.


Aburrido de los cadáveres, viajó a Chile en donde, después de recorrerlo, hizo su vida navegando a lo largo del Pacífico.

De las tierras del Norte, traía novedades como cristalería, medias y fantasía fina; de las del Sur, animales.

Un día de lluvia, compró doce ovejas flacas y medio lampiñas. Al subirlas al barco, notó que otro comerciante llevaba más del doble y muy superiores a las suyas. En alta mar, Philip le habló de sus viajes, de las aguas del Norte, de las rubias de allá y de que el aire marino era el mejor nutriente para los ovinos. Al llegar a puerto, comprobó que su teoría era cierta cuando, al bajar, sus ovejas eran las más grandes y peludas.

Amante de las fiestas, elocuente y seguido siempre por mujeres hechizadas por su semblante y galantería, tuvo varios hijos sin saberlo.


En Lebu lo esperaba Noelia, quien, alerta a cualquier punto en el horizonte, era la primera en divisar el navío que traía a su hombre. Lo amó cada vez que ahí estuvo, dejándolo siempre ir al primer sonar de la sirena; para volver a extrañarlo y esperarlo; para indagar otra vez en la lejanía hasta que él volviera a su puerto, a su cama, a sus sabores, hasta saciarse y, una vez más, dejarlo ir y volver a extrañarlo y volver a esperarlo para indagar otra vez en la lejanía, hasta que él volviera a su puerto, a su cama, a sus sabores.

Seis años amó a este hombre del mar y nunca nadie supo esta historia. Otros siete lo esperó. Primero en el umbral de su puerta, luego apoyada en el alféizar de su ventana y finalmente en la mesa con el costado de su cara sobre esta, como intentando escuchar las insinuaciones de algo tan inconmovible como al que había amado tanto.

Marina Díaz, hija de Noelia Díaz y Philip Andrew Schwaitzer, creció junto a su madre en este pueblo minero.

Dicen que, de niña, era feliz. A ratos, todavía lo es.

Tenía seis años cuando, alistándose para la travesía que la mudaría a Valle Seco, su madre la mandó a comprar un ovillo de cáñamo, para envolver los bultos que acarrearían sus pocas tenencias.

Ya en la pulpería, el vendedor se le acercó y le dijo al oído
- Ese que está ahí, con el Teo, es tu padre. Es el señor Fílip.
Marina miró al fondo de la pulpería y, sentado sobre el mesón de las telas, jugando con el metro de madera, estaba él: el hombre más hermoso que había visto. Diferente a todos los de aquel pueblo; alto, albo, distinguido.

Ella creyó siempre que su padre había muerto y, al verlo, su corazón quedó inmóvil por un momento, para luego sentir como este ametrallaba a su vestido, apuntándole aquel hombre que podía responder, no sólo a todas las preguntas que su madre nunca contestó, sino a todas las que en ese minuto afloraban.

- ¿Mi padre? No puede ser ¿Por qué, entonces, mi madre cree que está muerto? Si fuese él, estaría conmigo - pensaba, mientras lo espiaba desde la caja.
- ¡Señor Fílip! Esta es la Marinita.
Dice el cajero, apuntándola con el mentón, mientras hacía un ademán con la trompa y las cejas.
El gringo dio media vuelta y, al ver a esta niña, que parecía haberse petrificado, le dice amistosamente
- Así que tú eres la famosa Marinita.
Y junto con el primer paso que el Míster da hacia ella, la niña sale del almacén corriendo, sin saber por qué arrancaba de ese desconocido que la llamaba desde la puerta
- ¡Marinaaaaa! ¡Mariniiiiita! ¡Ven niña, si sólo quiero conocerte!
Corrió las ocho cuadras que había entre la pulpería y su hogar, sin poder dejar de comparar sus ojitos azules y su palidez con la de ese forastero.
Al llegar a casa, le dijo, desafiante, a su madre
- Estuve con don Fílip.
- ¿Y quién es ese?
Y ahí quedó la conversación. Era más fácil la primera historia, la de su madre; la del padre que murió en la mina.

Pero no pudo dejar de pensar en él. En el hombre más bello que había visto, en el que tenía sus ojos, sus colores y, tal vez, hasta su olor.
- ¿Por qué tenemos que irnos hoy? ¿Y si nos vamos mañana? ¿O la próxima semana? ¿Por qué nos vamos, Mamá? ¿Por qué nos vamos?

Pero el ovillo de cáñamo ya había atado las tres pertenencias y el buque ya soltaba amarras.Trató de no volver a pensar en él, al menos, no como algo cierto y continuó siendo una equilibrista de panderetas, caminadora sobre el barril de los baños estivales y navegante en origami.

Philip murió de 32 años al apostar su coraje.
Cruzando la desembocadura del Bío-Bío, dio su carne a los cangrejos; los mismos que habrían de alimentar a su niña prescindida y a la que fue su amante intermitente, quien nunca supo la razón de su abandono.

En sus tierras, las germanas, desde el día en que aquel navío se hizo a la mar, nunca más se supo de él. Dicen que su madre lo buscó por 36 años, varios años más de lo que él vivió y, al resignarse, murió de pena, recostada sobre la cama que, en tiempos mejores, era de su niño.