jueves, 25 de octubre de 2007

OCASO Y DESPEDIDA




En su vientre y acunados entre las costillas, podían palparse los médanos profetas de una muerte mucho más lenta de la esperada.

Más que ir muriendo de a poco, fue desapareciendo de a poco.

Ya sólo conservaba la sangre que, con cada pálpito de su corazón, su cuerpo entero se estremecía; su esqueleto, lánguido como el tallo de un helecho y todo el pellejo que envolvía a la gorda que fue siempre, hasta antes del comienzo de su extinción.



Abra los ojos.

Mire hacia arriba.

Saque la lengua.

Respire profundo.



Cada semana era lo mismo.


Ya no comía, ya no bebía, ya nada le calmaba el dolor.


Quien la trataba era su sobrino y, aunque ella siempre supo que era experto en moribundos, nunca quiso saber lo que tenía y nunca nadie se lo dijo.


Ya tenía noventa y ocho años cuando su pecho descansó, finalmente, junto a sus vértebras.


Fueron varias las instrucciones que Zulema dejó para su muerte.


La más importante y engorrosa era que, con el cuerpo aún caliente, había que cerrarle bien la boca, ajustándosela fuertemente con un cinturón y sacarlo sólo después de que se hubiese enfriado; pero que, por ningún motivo, permitieran que nadie, en absoluto, la viera con la tarasca abierta.

La segunda consistía en su sepultura.
Debían enterrarla en el pueblo que había dejado hace cuatro meses, pero en donde había vivido los últimos setenta y un años. El cementerio tenía que ser el del parque; en la parte más alta de la loma, en donde corría el viento, la vista era panorámica y los visitantes no pasarían por sobre su tumba, camino a la de sus muertos.


La tercera y más simple era que no podía haber ni una sola corona, pese a esto, las flores tenían que ser tantas que sus nuevos vecinos volverían a morir, pero esta vez, por envidia.



Al encontrarla, su cuerpo ya se había petrificado y como la táctica del cinturón no sirvió, tuvieron que hacerle un torniquete con el que, en la tercera vuelta, un súbito clac de la quijada le voló los pocos dientes que le quedaban y, aunque trataron de rellenarle la boca con trapo y pegamento, ella jamás habría perdonado que la hubieran exhibido así, entonces, para que nadie le fuese a ver su carita desfigurada, la pusieron boca abajo en su ataúd de roble. La idea fue de su hija Sabina y, aunque en un principio Erasmo se opuso, Zulema la habría apoyado; así que, como siempre y contra su voluntad, acató las órdenes que, aunque venían de su hija, parecían dadas por su esposa.


El día que la llevaron de vuelta a sus pagos, llovía torrencialmente.


Sabina compró todas las flores que encontró y cortó todas las que se asomaban por las rejas de las casas hacia la calle y, sentada en el atrio durante la liturgia, desramó cuidadosamente las catorce coronas recibidas, con las que hizo veintinueve canastillos de flores sin tallo. Se necesitaron siete carros sólo para estas.


El sendero que llevaba al lugar acordado, era un barrial que hacía patinar a toda la concurrencia.




Sus compañeras de canasta (todas ancianas, todas enfermas, todas ya encargadas por el Señor), tenían que parar cada tres metros; se miraban los zapatos embarrados, luego entre ellas y después la punta de la colina, para respirar profundo y continuar subiendo.


Las flores, por su parte, eran tantas que, a medida que las iban poniendo sobre el ataúd, la gente tenía que ir abriendo espacio, quedando todos fuera del toldo, desprotegidos de la lluvia inclemente y cegados por el viento que corría agresivo.


Justo antes de donarla al inframundo, al abrir su ventanilla para despedirla por última vez, había desaparecido. La pendiente era tan empinada y ella tan pequeña que su cuerpecito giboso se había acomodado y sólo ocupaba la mitad del cajón, así que, para volverla a su lugar, los sepultureros tuvieron que sacudirlo en el sentido contrario al que había llegado, causando una conmoción inmanejable, en la que, a pesar del frenético PADRENUESTROQUESTASENELCIELOSANTIFICADOSEATUNOMBRE que la anciana Vicenta impuso con su rosario fosforescente en puño alzado, Sabina, al colgarse del brazo de uno de ellos para detener la zarandeo, hizo caer el cofre sobre el pie del hombre, quien, con sus córneas más allá de su nariz y la vena de su frente bombeando agigantada, dio un grito que, hay quienes dicen, abrió los ojos de la difunta.


Algunos cuentan que, cuando el féretro dio con el suelo, una pequeña rendija se abrió despacio y por ahí emanó el último respiro de la vieja Zulema. Otros pocos, que mientras el hombre gritaba de dolor, el vaho póstumo se hizo de él y es por eso que hoy sus hábitos son diferentes, como desmalezar los jardines y cocinar berenjenas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Mónica Valentina: Tu cuento es genial, bueno buenisimo, me rei, sonrei, reflexione y al final lo termine leyendo con una amplia sonrisa en mi rostro...

cariños

Walter

Blas Torillo Photography dijo...

¡Ah Moni...! Yo iba todo compungido acompañándote en el relato de Zulema... y hasta pensaba "pobre anciana... raros sus deseos, pero habrá que cumplírselos"... hasta la escena final, donde no pude menos que reírme... ¡y mucho!...

Perdón. Je. Nomás te cuento lo que pasó.

Jejeje...

Besos.

Blas Torillo Photography dijo...

¡Ah!... Y la foto del Hubble es fantástica... Otro beso.

* dijo...

wow!! buenísima historia.
saluditos!

Enzo Antonio dijo...

Que cuento más entretenido
me has hecho reír mucho,
es como tragicómico,
buenisimo.
Escribes muy bien
Saludos.

Puppetmaster dijo...

La historia la imaginaste????
De cualquier forma es genial. Me recordo Neorealismo Italiano.

Nada mejor que una buena dosis de humor negro.

Miguel Ángel Ángeles dijo...

oooooooooooooooo


hace rato no venía por aquí... siempre es una sorpresa regresar