sábado, 16 de junio de 2007

LA LECHE DEL OLVIDO

Se conocieron desde sus principios, puesto que sus padres eran hermanos. Con casi dos lustros de ventaja se enamoraron cuando ella aún era una infante y él, un adolescente y apenas el último alcanzó la mayoría de edad, hace ya 69 años, la ley y el párroco unieron sus vidas para siempre.

A sus 90 años, Adelino no sólo estaba sordo, sino que también cojo, causa de sus caderas apolilladas y aporreadas y sufría de una enfermedad que, aparte de los intensos dolores que cada día lo retorcían, lo había vuelto amarillo y escuálido.

Bernarda, en cambio, gozaba de buena salud y seguía muy despierta, activa y metódica como una hormiga. Cada uno de sus días era igual a todos los anteriores. Por la mañana, descaracolizaba y desmalezaba su jardín plagado de ortigas y corregüelas; al medio día, cocinaba el almuerzo y la cena y, por la tarde, creaba complejos crucigramas, los que apenas terminados, obligaba a Adelino a hacerlos para ver cuán difíciles estaban.

Con diccionario en mano y rabiando por una letra de más o de menos, eran tantas las horas que permanecía sobre su hoja cuadriculada que, ya de joven, le costaba enderezarse al ponerse de pie.

Nunca se supo si la joroba fue a causa de sus labores o si se buscó quehaceres en las que esta no le estorbase.

A su hija Prudencia, le legó su habilidad para hacer crucigramas y a su hija Aurora, su jardín enmalezado en el que, al compás del quiebre de los caracoles y sobre las ortigas y corregüelas, ha construido un parrón tan alto que, a cambio del tortícolis, la mantiene erguida.

Adelino ya había firmado por el pedazo de tierra muy bien elegido a la sombra de un árbol grande y de hoja perenne y, detrás de la puerta de su dormitorio, colgaba esperándolo su traje azul, que desde hace catorce años era el mejor y su esposa le había prometido enterrarlo con él.
El la esperaría allá arriba en algunos años más, después de que ella lograra el exterminio de los caracoles amantes de sus flores.


En eso estaba, con un cielo de arreboles rojos cuando, desde su ventana, Adelino la vio llevarse la mano al pecho y caer de rodillas para terminar desplomada sobre las ortigas. El corrió, a su paso, y, desesperado, intentó despertarla, sabiendo que ya no volvería a abrir los ojos. No era ella la que debía irse, ella aún era joven o casi joven, ella estaba llena de vida y de huesos y de sangre roja y latente. Era él el que debía irse…

Adelino quedó pasmado tras la muerte de Bernarda.

Cada mañana se despierta al alba y con su palma ciega, tantea la sábana grumosa de años que, desde la última vez que fue restregada por Bernarda, nunca más vio agua clara. Se pone los mismos pantalones que, sobre su silla, lo esperan desde la noche anterior con los suspensores que alguno de sus tres hijos le regaló junto al bastón que juró no usar jamás para caminar. Sólo si el sol le ilumina el ropero, saca una camisa del closet y, de no ser así, se pone la cuelga del respaldo de la silla.

En el baño se mira en el espejo y ve a un viejo que no puede ser él. Se mira más de cerca y aunque ya no puede contar sus arrugas, se pregunta qué ha pasado, si él era tan bello, tan alto y garboso, tan lleno de vida, tan vivo, tan acompañado de Bernarda, la hermosa, la que siempre estaba rodeada de plantas y letras, la que ya no lee ni mira ni ríe. Esa sí que era bella! Esa sí que reía! Y cómo reía…


En la cocina y, parado frente al tostador con la mirada fija en la ventana, carboniza sus panes uno a uno, hasta acabarlos todos. Sus desayunos constan, entonces, de un té puro y, sólo cuando se acuerda, lo arregla con un chorrito de leche rancia que vuelve a guardar en la heladera para usarla nuevamente al cabo de tres o seis días.

Nunca más comió verduras porque nadie las hacía como Bernarda. Luego dejó las legumbres porque su estómago le protestaba, la carne porque, con cada mordisco, sus dientes bailaban y poco a poco, tanto por maña como por olvido, fue dejando todo, salvo su tecito tibio con leche rancia y, de vez en cuando, un pan que se escapaba del fuego.

Frente a la pileta seca y junto al parrón, Adelino instaló para siempre su silla de patio en la que, cada tarde, iba a sentarse para poner al día a su difunta esposa de lo que iba aconteciendo, que era exactamente lo mismo del día anterior, del siguiente y del subsiguiente:

- Ay, Bernarda mía! ¡Vierai cómo está tu huerta! Las ortigas ya casi alcanzan el metro, las corregüelas lo envuelven todo y ¿los caracoles? Ja! Cada día me gusta más su crack. Vierai lo lindo que suenan cuando les doy con el bastón! Si cuando me ven, salen corrieeeeendo!

Al Germán, no lo veo ni pa los temblores. La Prudencia cada vez que pasa se tiene que ir apenas llega, siempre tiene cosas más importantes que hacer que estar con su padre. La Aurorita, en cambio, viene todos los días. A puro retarme, eso sí. Quiere que me vaya pa su casa, pero no me puedo llevar ni la huerta ni tu librero. Así que me quedo acá, no má. Le da con que me tengo que tomar un puñado de pastillas que hay en mi velador. ¡Yo no sé ni pa qué son! ¿cómo me voy a estar tomando cuestiones que no sé pa qué son? Nunca he tomado remedios, y mírame! Ni un problema. Yo quiero ir al doctor y que él me dé un papel firmado, en el que diga que yo puedo vivir solo, que tengo la cabeza buena y que no necesito ninguna de las cuestiones que me quiere dar ella.

Y así podía pasarse días enteros hablando con su esposa.

Los fines de semana, Aurora solía llegar temprano a desayunar con él. Siempre que sacaba la leche del frío, se daban las mismas frases:

- Esta leche no esta buena.
- ¿Y mañana es navidad??? - Decía con cara de sorprendido por el calendario.
- No papá, que esta leche está mala.
- No hija, es muy buena para mis huesitos, así que sírvame no más.
- No papito, se echó a perder, hay que botarla.

Y por el desagüe iba blanqueando el camino hecho.

Bajo el palto y hace ya 15 años, estaba la antigua bañera, eternamente llena de agua de lluvias de inviernos remotos y bichos que creyeron tener escamas. De la mano consumida de Adelino, zarpó un barquito de papel al cual le prometió irse cuando ya no navegara y, desde su silla, le dijo a Bernarda que del más simple de los naufragios dependía su reencuentro.

Y así lo hallaron.

Muy sentadito, con la expresión que deja la tristeza de una vida en abandono y la conformidad de, al fin, abandonarla.

Aurora (que fue quien lo encontró), no pudo contenerse cuando, al levantarlo de la silla para meterlo en el cajón, el cuerpo, ya pétreo, mantuvo la posición y al recostarlo sobre su espalda, las piernas flectadas quedaban fuera del féretro.
Cuentan que, mientras aserruchaban las piernas de su padre con lo mismo que Bernarda solía abrir los zapallos, sus gritos se escucharon a un kilómetro y con un eco que los triplicó.

Ojalá logre encontrar a Bernarda, ya que si el cielo es tan grande como se ve desde acá, no será fácil dar con ella.

5 comentarios:

Puppetmaster dijo...

Siempre veo tu blog para ver si escribiste algo, es un pequeño placer de cuando en cuando.


Nos estamos leyendo.

saludos,

Alvaro.


PD: A que te dedicas???

Mónica Gutiérrez Pereira dijo...

Muchísimas gracias, son ustedes, lo que me leen siempre, los que más me incentivan.

Y de mí, paseo a turistas por Santiago y sus alrededores, contándoles lo que sé.

Cariños.

Unmasked (sin caretas) dijo...

Te paso a dar un abrazo, pero vuelvo para leerte con el detenimiento que usted, 'bruja" jaja se merece.

Y donde esta el maestro gallardo?

where is heeeee?

Petronila brujilda del norte

· dijo...

el triste relato de una historia tan bella; tan bien contado que ensarta desde el comienzo generando muchas sensaciones...

saludos,

Unmasked (sin caretas) dijo...

Sos ironica.

Seguro que se encuentra con Bernarda, el que busca encuentra

Me gusta mucho tu estilo, si aunque no lo creas, te estoy haciendo un halago. Y no me hagas enojar, porque sino borro el comment. jaja.

Te abrazoooo

petra