sábado, 12 de mayo de 2007

ESCAMAS Y COLA DE PEZ




Llegó por el mar.

Lo vieron acercarse desde lejos.


En puntillas, estiraban sus cogotes, daban pasos a un lado y a otro a ver si reconocían qué era eso.

No se veía ningún tipo de embarcación y era el único pueblo con mar en varios kilómetros. Los niños corrieron a buscar a otros niños, avisándole a todo aquel que se cruzara por el camino; dijeron que se acercaba un hombre con escamas y cola de pez y los oriundos, que cabían todos en la plaza, fueron aglomerándose en la playa y en los roqueríos.

Vino nadando quién sabe de dónde y salió del agua como quien sale a la calle. No tenía el aspecto de un náufrago ni de estar perdido ni hambriento ni cansado. Tampoco tenía cola de pez ni escamas, sino un semblante escultural. Salió del agua y saludó a la concurrencia con una venia para luego contar que venía de recorrer más lugares de los que recordaba, que había atracado en treinta y nueve costas, de las cuales, en dos había salido arrancando de pueblos caníbales y en una, de mujeres que no veían a un hombre hace catorce años. Dijo también que, en sus días de suerte, peces enormes habían acortado sus periplos a cambio de enseñarles a pronunciar la O.

Era bello. Bello para todos los gustos. Para todas y todos.

Quienes mantuvieron el aliento, le hicieron muchísimas preguntas a las que contestó con deferencia y sin apuro. La mayoría, en cambio, lo admiraban atónitos, cautivados por este peregrino náutico que ni tiburones ni pulpos gigantes habían tenido el valor de embestir y que ni la distancia ni las corrientes habían logrado agotar.

Traía en su piel, el sol de tres continentes y de sus labios, aún impregnados de sales extranjeras, emanaban historias que sólo en un ser como él podían ser creíbles.

Transportaba el fuego y nutría la tierra, dejando una estela de tréboles y flores silvestres en cada una de sus huellas. Tanto paseó por la playa que cubrió la arena de amapolas y margaritas y el pueblo dejó de oler a mar, sino a pétalos y polen. Los animales cruzaron los montes en busca de ese pasto, de esas hierbas, que nunca antes habían crecido frente al mar.



Cambió la flora y la fauna. Cambió el agua, la tierra, el aire y la gente. Transformó el pueblo sin necesitar varita, porque él era la varita, él era el vehículo de la luz, transformando los elementos en colores, los colores en risa y la risa en carne.

Le bastaba respirar para sentir el aroma de las almas y mirar a los ojos para ver los rodamientos del pensamiento, la mecánica de los instintos y el sabor de las emociones.

Cada vez que entraba al mar, los peces se acercaban a bailarle, las medusas le hacían ronda, y llegaban hasta la arena en donde, a saltos, rogaban ser anfibios para poder seguirlo a donde fuese.

Lo seguían los curiosos, los que nada sabían de lo que había más allá de las colinas delimitantes de la comarca ni, menos aún, más allá del océano.

Las mujeres también lo seguían. Todas. Castas y libertinas. Las que sabían de otras tierras y las que no. Tan sólo verlo las hacía sentir más vivas, más bellas, más enteras. Al hablar, sus palabras se trenzaban con los suspiros de sus espectadoras que, ante el cruzar de su mirada, rendidas quedaban para siempre. Ellas lo amaron desde un principio y se acostumbraron a hacerlo (los hombres lo celaban, pero también se acostumbraron).
Tanta era la fascinación, que las que daban a luz, tenían hijos con sus facciones y ademanes y, con el pasar de los años, todos los niños que habían nacido después de su llegada se le parecían. Ninguno era suyo, pero todos eran como él. De él aprendieron, a él imitaron, amaron y celaron. Sí, lo celaron. Y entonces dejaron de quererlo.


El pueblo había recibido tantos animales que las tierras comenzaron a hundirse, la playa estaba cubierta de flores y no quedaba un sitio con arena en donde tenderse, el polen causó epidemias alérgicas, los niños se confundían entre ellos en los equipos deportivos y los peces morían en la playa por salir a buscarlo.

Un día entró al mar. Desde los roqueríos podía verse entre cardúmenes. Se fue sin decir una palabra y nadó hasta desaparecer, dejando atrás todo lo que consigo había atraído: las amapolas, los animales y los suspiros.

3 comentarios:

Puppetmaster dijo...

El loco podria darse una vuelta por las costas nortinas pa mejorar la raza, dejar verde el desierto y llevar algo de fauna.

Muy buen relato.

Sigue escribiendo.

Alacran... es mi naturaleza... dijo...

Solo dejando alguna huella en el camino.

Gotas de sangres hablan por mi....hoy es un dia de sol...pero....siempre hay un pero...

Mónica Gutiérrez Pereira dijo...

¡que pasa alacrán??

¿por qué tanto pero??

La vida es esta y acá estás.

Haz con ella, lo mejor que te de el ingenio. Aunque no te dé el cuero.

Cariños mi gran lector.